El oro y la oscuridad

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Una vez el novelista García Márquez fue recibido en Madrid, en una reunión de colombianos, con la siguiente exclamación, muy aplaudida: “¡Acaba de llegar el hombre más importante de Colombia!”. Alberto Salcedo Ramos, uno de los mejores cronistas de América Latina en la actualidad, cuenta que entonces García Márquez movió la cabeza teatralmente. Como si buscara a alguien dentro del mismo recinto. Y entonces preguntó dónde estaba Pambelé. Pambelé: Kid Pambalé, un héroe en Colombia, un genio del ring con cuya vida Salcedo Ramos, con una prosa realmente genial, asombrosa, escribió una crónica sensacional: “El oro y la oscuridad”, la gloria en todo el mundo de Antonio Cervantes, Kid Pambelé, y su descenso posterior a los infiernos de la droga, del vicio, del alcohol y la delincuencia. Vine leyendo en el viaje de vuelta de Panamá, a finales de este último agosto, “El oro y la oscuridad”, con una creciente envidia mientras avanzaba en las páginas del libro. Anécdotas, accidentes, episodios: Pambelé y Colombia. La violencia del país y la terrible violencia de la locura de Pambelé, en sus relaciones consigo mismo, con su familia y con los demás.
El libro me impresionó mucho más de lo que yo pensaba. Es seguro que un factor que me influyó fue que venía de Panamá, donde Roberto Mano ´e Piedra Durán es también un héroe nacional. A muchos de los taxistas que me llevaban cada día de un lado a otro de la ruidosa ciudad de Panamá, les pregunté por Pambelé y Mano ´e Piedra. “Pambelé le huyó siempre a Durán. Le tenía mucho respeto”.
Sucede que hacía poco había leído las crónicas de Gay Talese sobre boxeo, un deporte violento que en mis años jóvenes me volvía loco. Salcedo Ramos no le va muy a la zaga al gringo genial que es Talese (no se olviden de leer “Honrarás a tus padres”, de donde salió la magnífica serie de televisión de “Los Soprano”), y con Santiago, uno de mis amigos taxistas de Panamá, hablé entonces de Pambelé y de Mano ´e Piedra, y finalmente llegué a la montaña cuando le dije que había un libro precioso escrito por el artista Eduardo Arroyo sobre Al Panamá Brown, el estilista que en París enloquecía a mujeres y a hombres. Jean Cocteau y Josephnie Baker no se perdían una pelea de Al Brown, y ahí los tenías siempre en primera fila, en silla de pista, mientras el estilista negro boxeaba como un bailarín de lujo en el ring de París.
Un día de mis días panameños me fui yo solo a la Tasca de Durán, en la calle Alberto Navarro, en el barrio de El Cangrejo, a muy poco tiempo de camino hasta mi hotel. Fui allí cuando comenzaba a oscurecer con la idea de ver a Roberto Mano ´e Piedra en su propio negocio, una tabernita con clientela fija que en el momento de yo llegar escuchaba el piano del gran maestro panameño Danilo Pérez, profesor de música en Boston, el mismo que todos los años, en enero, “fabrica” un importantísimo festival de jazz en Ciudad de Panamá. “Vienen todos los que son”, me comentó el taxista Santiago. Mano ´e Piedra no estaba en su tasca, pero yo me senté y pedí un primer trago de ron “Abuelo” de siete años, un fantástico alcohol que los panameños mantienen firme en el mercado de los que frecuentamos la gloria del ron. Los parroquianos de la Tasca de Durán me miraron como si yo fuera un embajador gringo retirado, aunque algunos seguramente pensarían, al menos en la primera impresión, que yo era en realidad un “zonian”. Alguien le hizo una seña al camarero que me servía. El camarero me miró. Con un cierto disimulo dejó pasar un poco de tiempo y luego preguntó si era yo él mismo que estaba fotografiado en el diario “La Prensa” del día de hoy. “Yo soy”, le dije.
Le añadí que había venido a ver al dueño de casa. “Hoy no viene, creo que se va al casino”. Me dijo. “Junto al Sheraton”.Yo me quedé pensando, mientras daba cuenta del segundo trago de “Abuelo”, en lo que me había pasado en el Hotel Riu la noche anterior. “Un Abuelo de siete años”, le pedí a la camarera. “De siete años no tengo yo abuelos. Los míos tienen más o menos la edad de usted”. Después pensé en Pambelé, en el gran cronista que es Alberto Salcedo Ramos, premio Ortega y Gasset de periodismo, gran tipo a quien conocí en Valencia, Venezuela, el año pasado, mientras los dos desayunábamos en la misma mesa del comedor del hotel en el que nos hospedábamos.

Contra la llamada de la tribu

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De vez en cuando, la voz de la tribu, desde el fondo de los tiempos, nos llama. Es una voz primaria, insaciable, totalitaria, absolutista: nos exige la sumisión, el sometimiento a la tribu y a sus jefecillos, a sus chamanes y jerarcas; nos exige que dejemos de pensar en la libertad, porque la libertad verdadera es la tribu y quienes la comandan; nos exige un regreso al pasado, al que no fuimos fieles. La tribu nos envía de cuando en vez señales de nuestro desvío librepensador: nos quiere sumisos, cantando las glorias que los tribunos de la tribu se empeñan en inventar época tras época. La tribu, la patria, la nación: la misma vaina horrible con distinto collar.
Esta mañana estuve en la Casa de América, en la presentación a la prensa de “El héroe discreto”, la nueva novela de Vargas Llosa. Otra vez, una vez más, con su lucidez libre y contracorriente, lo escuché citar a Popper, otra mente lúcida condenada por los cabecillas de las tribus del mundo. Otra vez escuché de labios de Vargas Llosa una verdad que sorprendentemente todavía se discute, como se discute (¡Dios mío!) de religión: que el nacionalismo es una máscara de la antigua tribu. Una verdad de Popper, que derrumbó tabúes con su pensamiento libre de todo polvo y paja. Por eso lo condenaron desde la mitad del siglo pasado las distintas corrientes tribales que entonces, como ahora, nos controlan el tiempo, la libertad y la vida: por sabio, por lúcido, por ver el pasado en el futuro y estar frente al futuro en el pasado.
Jamás volveré a la tribu. Me gusta ser traidor a mi tribu, si alguna vez la tuve. Me encanta ser extranjero en cualquier parte, que es como sentirme igual en todo el mundo. Me vuelve loco ser un africanoeuropeolatinoamericano, algo que parece un galimatías y que me da la línea exacta de mis múltiples mestizajes. ¿Cómo voy a creer en las naciones, si para eso tengo que creer antes en sus jefes históricos, en sus chamanes, los mismos que por capricho o por vanidad enfermiza han llevado al mundo a un baño constante de sangre? La violencia, esa partera de la Historia, no es la vía para la libertad. Entre un simple gesto de Rosa Park y la vida entera del famoso icono occidental llamado Che Guevara, un asmático asesino y loco, yo escojo a Rosa Park. Ella sólo hizo que el mundo diera un giro inmenso y que los derechos humanos comenzaran a mirarse en ese otro falso paraíso, los Estados Unidos de América, como una razón para vivir.
Tengo para mí que el nacionalismo es la enfermedad senil de la Humanidad; un rasgo primario de millones de estúpidos (no es verdad mía, sino de Einstein) que no hace mucho se movían en la selva y en dos patas y hoy se creen los dueños del Universo. La libertad no es lo que nos dicen los jefes de la tribu, siempre buscando enemigos de otras tribus para hacerse fuertes en su embuste colosal. La libertad son los derechos humanos y el primero de los derechos humanos es el derecho a ser libre en cualquier parte del mundo sin someterme nunca a las leyes de las tribus cuya voz, cuyo eco, cuyo grito sigue gritando libertad en el más puro estilo del mentiroso.
Cuando observo las manifestaciones de cualquier nacionalismo exigiendo su “libertad” (¡en medio de la Europa del siglo XXI!), me digo siempre lo mismo que Popper y Vargas Llosa: el regreso a la tribu es un regreso al pasado, a la ruina, a lo más primitivo que el ser humano tiene en su alma. Vaya, pues, en este día, mi declaración por delante, una vez. Me declaro internacionalista irredento, sin ningún condicionante; me declaro ciudadano del mundo; rechazo la voz de mi tribu, por muy antigua y heroica que sea o me la presenten. No creo en los paraísos terrenales, ni en los que pretenden hacer el mundo más pequeño después de tantas guerras provocadas por la religión y los nacionalismos. Estoy de acuerdo con Vargas Llosa (al menos, en esto). Y con Popper. Estoy de acuerdo con el texto de la carta que V.S. Naipaul escribió a su hermana desde Londres cuando ella, el llamado de la tribu, le pedía que volviera a Trinidad a ayudar a su familia, luego que su familia lo hubiera llevado a él a ser una de las primeras figuras de una de las primeras universidades inglesas: “Nunca voy a volver a Trinidad porque los lugares pequeños hacen a la gente mezquina”. Eso es: los nacionalismos son así, lugares pequeños como las tribus, donde la gente, por sumisión y gusto por lo pequeño (y siempre propio) se vuelve genéticamente mezquina.

Gramáticas comparadas

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En mis tiempos universitarios hubo un momento en que quise dejar la carrera que estudiaba: Filología Clásica, griego y latín clásicos, literatura griega y latina. Había una asignatura que impartía un sabio, Francisco Rodríguez Adrados, que lo sabía todo de las gramáticas comparadas. Se llamaba “Indoeuropeo” y se trataba en las clases de la comparación de las gramáticas de todo el mundo indogermánico, desde el a.a.a. (antiguo alto alemán) hasta el a.s. (antiguo sánscrito). Finalmente, me decidí a seguir la carrera y hoy me lo agradezco como no pueden ustedes imaginarse. Tengo para mí que la pobreza de nuestro lenguaje español actual, el que hablamos y el que escribimos, en el que nos expresamos, se debe a la falta de estudios de las gramáticas clásicas del latín y el griego, de donde viene el español que hablamos y escribimos, previo paso por el latín vulgar y el castellano, que fue clave en el nacimiento del español actual, aunque más clave es su expansión en América.
Tuve además, de Adrados, tres maestros al frente de la exigencia de enseñar y aprender: los catedráticos Emilio Lledó Iñigo, de Filosofía, José Sánchez Lasso de la Vega y Luis Gil Fernández, de Filología y textos griegos y, desde luego, muchos más, pero ellos representan la exigencia, ese nivel que hace que el esfuerzo desarrolle el músculo del saber y se quede para siempre como un conocimiento innato. Ellos me enseñaron de verdad griego y latín. Me enseñaron a leer en verso la “Eneida”; me enseñaron la métrica fantástica del griego, cómo reconocer a primera vista un ritmo yámbico o uno dactílilo: cómo saber lo que era un quiasmo, una anáfora, un oxímoron. Gracias a ellos leí a Sófocles en griego, y supe de sus procedimientos narrativos y teatrales y las razones por que el dramaturgo utiliza aquí una descripción y aquí un monólogo; aprendí las técnicas del teatro griego, leí en griego con un placer inolvidable el “Ayax” y la “Antígona” de Sófocles. Ahora recuerdo aquella tremenda anécdota, cuando le preguntaron a Carlos Saúl Menem, ex-presidente peronista argentino (perdonen la redundancia, y pongan cuidado, lean “Méndez”, que es mufa, da mala suerte), cuál era su autor favorito. “Sócrates”, contestó el tipo. Y se quedó impertérrito.
Si hoy me preguntan qué libro es el que más me ha influido en toda mi vida de lector y escritor diría sin duda la “Odisea”. Recuerdo cuando la leí, en plena exigencia de estudios en la Universidad de Madrid, por primera vez en griego. En griego homérico. De entonces a hoy ha llovido mucho, pero yo me he seguido bañando en las páginas de Homero, registrando nuevos secretos y epifanías. Siempre que hablo del “Ulises” de Joyce mantengo que es imposible entenderlo bien, con toda la dificultad que tiene en sí mismo el texto, si no se conocen dos cosas: la vida del propio Joyce y la “Odisea” de Homero. A lo largo de todos estos años, he fabricado mi propia teoría sobre Homero y “La Odisea”, y me inclino a pensar que el escritor de las aventuras de Ulises (tal vez sea una escritora) no es el mismo que el de la “Iliada”, ni en el estilo, ni en la frescura del lenguaje, ni siquiera en la poética y en el tratamiento de los personajes. Tal vez Ulises ni quiere volvió a Ítaca, sino que se quedó con Calipso en sus cuevas-palacios, cercanas a lo que hoy es Túnez. Eso sí:la fundación mítica de Lisboa se atribuye a Ulises, el mismo que sufrió las iras del dios de los mares, Poseidón, por haber matado a su hijo, el cíclope Polifemo.
Insisto en lo de las gramáticas comparadas; insisto en la lectura de los clásicos, de donde viene todo lo demás, incluidos Shakespeare y Cervantes. Insisto en que la pobreza y el desconocimiento del lenguaje existen porque las disciplinas clásicas han desaparecido de los planes de estudios obligatorios. Termino con una anécdota sangrante: durante mis años de televisión, un importante conductor del telediario donde yo era el comentarista cultural, me hizo una pregunta sobre Ulises. “Llámalo Odiseo, es su verdadero nombre”. Durante el telediario, el director habló de Grecia y, al nombrar al héroe aqueo, lo llamó Odiseo, como era su nombre de origen griego. Otro de los importantes periodistas del momento, comentarista de “asuntos sociales”, lo interrumpió en un descanso leve del telediario y le dijo: “¡Tío, la has cagado, ese no era Odiseo, sino Ulises!”. ¡No sabía que era el mismo personaje! Así nos luce el pelo. Así está la televisión. Así está todo, manga por hombro. Y las camas sin hacer.

Un bárbaro ilustrado

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Según mis noticias, Juan Carlos Chirinos, el autor de “Gemelas” (Casa de Cartón; Madrid, 2013), ha avanzado muchísimo en su novela sobre Rufino Blanco Fombona, el bárbaro ilustrado. No es la primera vez, ni será la última, que escriba sobre este personaje, muy buen escritor cuya aventura vital es superior a la de su literatura. Los personajes de la época lo tenían por un “pesado” que se acerba a ellos para pedirles “la firma para su Premio Nobel” y, aunque nunca estuvo propuesto de verdad para ese galardón, es el venezolano que más cerca ha estado de ganarlo. Era un loco genial, amigo de todo el mundo, que se ganaba enemigos por doquiera caminaba. Una vez quiso que la Armada Española invadiera desde Canarias su país, Venezuela, estando él como estaba en España exiliado de la interminable dictadura de Juan Vicente Gómez, el Padrecito del país portátil. No consiguió nada, pero en otra ocasión, en un tugurio de París, se peleó a puñetazos con Rubén Darío, que era su amigo. Uno de esos golpes tumbó al poeta, que salió por la ventana y cayó a la calle, hasta donde fue Blanco Fombona a rematarlo. De repente, se arrepintió y le dijo: “¡No te mato porque eres un gran poeta”. Otra vez retó a duelo a tres contendientes, el mismo día con media hora de diferencia. Al primero, a las siete y media de la mañana, lo hirió. Al segundo, lo mató. Y el tercero, prudente e informado, no se presentó al combate.
En el pasado mes de julio presenté, junto a josé Esteban, la novela “Gemelas” en “Fugitivas”, una librería estupenda y heroica de las que ya quedan pocas. Celebramos además mi cumpleaños. Me metí con un par de escritores sobrevalorados y alguna que otra señorita escritora se escandalizó y abandonó el local como si aquello fuera Sodoma o Gomorra. En esa presentación, dije que siempre que pasaba por la calle José Abascal, de Madrid, me acordaba de Blanco Fombona porque allí, a la derecha bajando hacia Castellana, había un instituto de enseñanza media que recibía el nombre del venezolano. Al final de mi intervención, y muy discreta y educadamente, una señora me sacó de mi error: aquel instituto no estaba dedicado a Rufino Blanco Fombona, sino a Rufino Blanco Sánchez, un pedadogo español a quien mataron, junto a otros españoles, en Paracuellos, en aquella matanza nunca aclarara del todo, y que involucra a Segundo Serrano Poncela y Santiago Carrillo. Gracias por avisarme y sacarme de mi yerro.
Chirinos trabaja en la novela de Blanco Fombona rodeando su vitalísima biografía, llena de locuras y empecinada en coger la luna con la mano. Nada más propio de escritores, y de artistas en general, que cultivar su propia egolatría, sin la que no darían más que un paso y ya estarían muertos. González-Ruano decía que para ser escritor en España había que llegar a tener piel de paquidermo, para que las balas y los dardos te resbalaran por la epidermis y no te hicieran ningún daño. A mí me provocan hilaridad los escritores que tratan de disimular su egolatría tras una máscara de hipocresía que deja ver toda la vanidad del mundo en un alma no siempre limpia y consecuente. Rufino Blanco Fombona tenía esa egolatría de los escritores a flor de piel, y conforme al dicho de Henry James, una voluntad de hierro por ser lo que fue, novelista casi todo el tiempo sino el tiempo completo. Por eso es un personaje de novelas, y no sólo un escritor de novelas. Por eso Chirinos está empeñado en hacer de la leyenda lo que realmente es Blanco Fombona, un personaje literario por encima de su propia literatura. Abundan, claro, tales protagonismos en las literaturas del mundo, pero hay que escogerlos con pinzas para conseguir de la elección de sus vidas una buena novela.
Soy de los que cree que Juan Carlos Chirinos es un escritor, todavía joven, que va a encontrar su camino precisamente a través de la novela que escribe sobre su paisano, ese personaje que lo tiene literariamente embelesado desde hace una larga temporada. Cada vez que nos vemos, sobre todo en las lentejas de los lunes en el Café Gijón, en Madrid, Chirinos me cuenta su novela: un capítulo más de Blanco Fombona, entre la leyenda y el imaginario que el propio escritor ha ido componiendo sobre su paisano. Mientras tanto, releo algunas páginas de “Gemelas”, una novela que tiene lugar en Madrid y que está sumamente influida por el comic, del que Chirinos es un gran lector. Espero con mucho interés, e incluso con una cierta ansiedad, que el novelista dé por fin en el clavo con su bárbaro ilustrado y que todos los lectores se beneficien de esa literatura.

Tantas cosas…

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Tantas cosas por hacer, tantos proyectos, ganas profundas (casi ansiosas) de dedicar todo el tiempo a escribir, aunque lo que hago es viajar mucho, estoy siempre al pie del cañón y al pie del avión, me sueño escribiendo en un avión en el que sólo voy yo y la tripulación, y pienso que hay tantas cosas que hacer, tanto por escribir, y cierro los ojos y, mientras escribo mentalmente y voy sentado muy cómodo en mi silla, a bordo del avión que me lleva siempre al otro lado del mundo, pienso en un itinerario cualquiera, desde el estudio artístico de una de las protagonistas de la novela que escribo, hasta el color de las aguas de la bahía, aguas pacíficas en el Pacífico, que no tienen olas ni siquiera cuando las tempestades pasean sus furias por encima del Itsmo, unas horas, arrasándolo todo, tantas cosas por hacer, por escribir, con el tiempo justo para todo, para repensar el futuro, para vivir escribiendo el presente, para resoñar el pasado, porque el pasado es lo que recordamos y que, al escribirlo, lo resoñamos, lo volvemos a ver de la manera que más nos conviene o aunque sea inconveniente lo recordamos siempre de otra manera, casi de forma automática, siempre volando y escribiendo, tantas cosas por escribir, tantos proyectos en el aire, yendo y viniendo entre las cuatro estaciones del año, la mala conciencia del día, cuando no dedico el tiempo debido a escribir, escarbando en mi cerebro, la “solitaria” escarbando de manera parecida en mi memoria cuando escribo cuanto le debo al día, y luego vienen las horas amarillas de la tarde, casi al anochecer, y me pregunto, con los ojos cerrados mientras el humo de mi “señoritas” se adueña del salón de mi casa, el confesionario, tal como lo llamamos domésticamente, un lugar donde sentarse en paz y música, y a veces ron, y hablar y decirnos en el propio espejo que hay tantas cosas por hacer, por escribir, miles de proyectos, una novela todos los días y un cuento por debajo de cada novela, un cuento en cada esquina de las muchas cosas que hay que escribir como si la vida fuera un único suspiro inmediato, en la inminencia de un tiempo que se acaba, de una era que se va, que tarda en caer, como todas las épocas imperiales, un tiempo que se derrumba con sus costumbres obsoletas, sus idiotas políticos, sus élites ladronas, fíjense ustedes, tantas cosas por hacer, por escribir, tantos proyectos en medio de la selva.

Los sueños adolescentes

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Sueño mucho. Sueño todo el tiempo que duermo. Y duermo mucho. Sueño que soy muy joven, que camino junto a muchachas bellas junto a las que nunca caminé; sueño que amores que no tuve, con bellas actrices de Holliwood, se llevan a cabo en mi adolescencia: lo sueño y lo siento, en esta primera vejentud que me acucia y gozo. Sueño con rompecabezas eróticos que nunca viví y con otras apetencias que tuve pero que nunca pude realizar. Uno de esos sueños míos, de mi juventud y de esta primera vejentud, es que soy -por fin- jugador profesional del Real Madrid. Deben mis lectores saber que, en verdad, durante los años de mi juventud, llegué a jugar en el Estadio Bernabéu todos los jueves de un año entero en el “amateur” del Real Madrid, que servía de sparring al primer equipo. De esa época vienen mis actuales sueños adolescentes. De esos sueños vino la escritura de mi novela, publicada ya hace unos años, “El sueño del futbolista adolescente” (o “Cuando éramos los mejores”), donde describo parte de aquella autobiografía futbolera que fue mi vida en plena juventud. Mi padre se aterrorizaba cada vez que algún amigo le decía que yo era muy bueno jugando al fútbol y que así tenía el futuro solventado. Mi padre, por el contrario, me veía como catedrático de Griego en una universidad española, y jamás como futbolista y mucho menos como lo que vino después: mi vocación irreductible de ser escritor. Ahí sigo, desde hace más de cuarenta años, con la “solitaria” de la escritura literaria cabalgando mis sueños y ahuyentando esa otra enfermedad que nunca padecí: “la seca”.
La otra noche, una noche cualquiera del mes de julio pasado, soñé que era joven y que sí, que estaba jugando en el primer equipo del Real Madrid en mi querido Estadio Santiago Bernabéu, el mejor estadio del mundo entero. Sé que en el sueño, lo recuerdo bien, jugaba de medio volante izquierdo al lado de Ignacio Zoco, una leyenda en el Real Madrid de la época de mi adolescencia. Estaba jugando bien, me sentía a gusto con la pelota en los pies y pasaba el cuero, como llaman al balón los expertos, con una lucidez propia de una estrella. De repente, en un lance del juego, dejé atrás el balón y tuve que hacer un esfuerzo con mi pierna y pie izquierdos (soy zurdo desde siempre) para recuperar la pelota frente a la sombra inminente de dos adversarios. Hice un movimiento extraño, saqué la pierna izquierda de la cama para darle al balón con todas mis fuerzas y caí al suelo estrepitosamente. Deben de saber ustedes que yo duermo junto a mi mesa de noche, como todos ustedes, pero junto a esta mesa de noche hay una columna de libros que leo a la vez y que son, a la vez, libros de cabecera que hojeo con mucha frecuencia. En la oscuridad, sentí el golpe en mis nalgas (así caí) y en el codo derecho, que todavía me duele. En esa misma oscuridad, el estrépito fue impresionante. Eran las tres de la mañana y yo me había despertado de mi sueño adolescente con un jaleo descomunal, los libros por los aires y la mesa de noche destrozada por la patada de mi pie izquierdo. Lo primero que hice fue reírme de mí mismo, sin encender la luz todavía, y al mismo tiempo agradecer al Gran Arquitecto que el golpe lo hubiera sido de broma. Podía haberme partido la cabeza o la cadera, como tantos escritores que, en un momento de su vida, cometen el error de creerse jóvenes, se suben de cualquier manera a la escalera de su biblioteca y se dan el golpe que, unos pocos años más tarde, se los lleva a la muerte. Por suerte para mí, y por desgracia para mis enemigos, no me pasó nada. Lo cuento muerto de risa y como uno de esos ejemplos en los que la imaginación y el subconsciente se mezclan en el sueño para volver a vivir lo que en realidad nunca vivimos. Si les cuento a ustedes la cantidad de señoras que han sido novias mías en mis sueños, se quedarían asombrados de mi potencia viril, cosa que estoy lejos de tener en mi vida real, antes y ahora; antes, cuando podía exhibir, al menos de boquilla, una virulencia vital capaz de engañar a cualquiera; y ahora, que ni siquiera soy capaz de ser quien era con la ayuda de la grúa del ayuntamiento. Las cosas son así, el tiempo y los sueños parecen ser la misma cosa: la velocidad de la luz, que puede con todo. Pero yo quiero seguir soñando que soy muy joven, que he triunfado en el Real Madrid y que estoy a punto de ser internacional con la “roja” de España. Lo sueño incluso con el riesgo de caerme de la cama en una jugada difícil y partirme la cadera de una vez por todas, camino del final de la vida.

Sobrecogido

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Estoy sobrecogido. Entiéndaseme bien: no cojo sobre ni me han cogido cogiendo sobres que tienen dinero de sobresueldos. no es eso. Estoy realmente sobrecogido por la marcha de Carmen Chacón a Miami. ¿Qué hará el PSOE sin ella, qué hará la política nacional e internacional? Dice que se va a dar clases a una universidad, aunque yo pensé que las clases iba a recibirlas ella. Pero así son: una para Nueva York, otra a Naciones Unidas y la tercera a Miami. Por eso estoy sobrecogido, por su gran ausencia, semejante a la de Leire Pajín, a la que echamos de menos, todos nosotros y todos ustedes.
El esperpento nacional ha llegado ya al máximo. Una diputada, importante, claro, del PSOE se despide con una ruda de prensa y sostiene que represará en el año. Esa diputada es, para más señas, catalana. Y como la situación en Cataluña es de suma estabilidad, ella deja el escaño a medio camino de la legislatura y dice que regresa en un años a participar de lo que quede de su partido, que nunca estuvo más partido y que jamás fue menos partido que ahora. ¡Quiénes los hemos visto y los vemos ahora!
Tengo para mí que esa falta de responsabilidad de Carmen Chacón estriba en que non se siente necesaria. Tampoco lo será mañana, ni para su partido ni para la política española. En política hay que curtirse en el castigo, quemarse en la oposición, dolerse en la soledad de los números ceros, para poder volver con la ley en la mano y con la cara alta. No será el caso de Carmen Chacón, que para mí se va por la puerta chica que, en este caso, también lo es de privilegio. ¿Quién puede confiar en quién huye cuando más necesidad puede que se tenga de ella? Rubalcaba, feliz, aunque el partido se descomponga, en Andalucía y en Cataluña. Aquellos viejos socialistas que sobreviven a su memoria, estarán sobrecogidos de hilaridad por la marcha de esta diputada tan innecesaria. ¿Y por qué se le ha dado a la marcha de Carmen Chacón tanta importancia en los medios informativos, por qué en primera página de los periódicos nacionales? No tengo la menos idea, a no ser que en agosto estén ayunos de noticias de primera mano, salvo la inmediata e inminente guerra de Siria, que no es lo mismo, ya lo ha dicho Obama para que nos queda claro, que lo que fue Irak. Mientras tanto, Carmen Chacón se distancia de todos y de todo: va a dar clases en una universidad de Miami. Estoy sobrecogido.

El regreso

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Dicen que volver es morir un poco. Es verdad, pero siempre hay que regresar a algún lugar, a ser posible a la propia casa cuando nos espera la placidez cotidiana, que no siempre es así. He regresado una vez más a Madrid, desde Panamá, donde me hubiera gustado estar al menos un par de semanas más. Siempre que regreso a mi “sitio”, recuerdo la película “El regreso”, dirigida por Hal Ashby y felizmente interpretada por Jane Fonda, Jon Voight y Bruce Dern, entre otros. Es una película contra la guerra del Vietnam: una manera de ver las cosas desde una perspectiva realista. El lisiado en la guerra lo será de por vida (Jon Voight). La mujer de un general (o un coronel, que también hace la guerra en Vietnam, no recuerdo bien su rango militar) hace trabajos sociales con los heridos de la guerra, y conoce al herido para siempre. Se enamoran, viven una pasión enloquecedora e inolvidable: viven la vida de dos cuerpos jóvenes que se encuentran en la soledad y el dolor de sentirse inútil para siempre. Pero el general (o el coronel) también regresa. Y ella, honrada, le cuenta lo que ha sucedido en el tiempo de la ausencia. Recuerdo al coronel (o al general, ya saben no lo sé bien) entrando desnudo en el mismo mar donde los dos protagonistas, su mujer y el mutilado en Vietnam, paralítico para toda vida, han vivido su amor confeso y convicto. La película es una maravilla de guión, una maravilla de interpretación, una fantástica maravilla de ritmo y ejecución (y de dirección). No sé cuantas veces la he visto, pero desde que se estrenó en España, en 1978, cada vez que tuve ocasión fue a verla o la puse en mi casa, en mi televisor, que es donde más cine veo ahora, cuando ya tengo tantos regresos encima, sin ser coronel ni general.
A veces se vuelve con mala gana, porque el trabajo que ejecutamos no nos gusta, o porque simplemente no estamos hechos para ese trabajo, para ningún trabajo, sino para el goce y el ocio, para el placer, la contemplación y la reflexión. Mi trabajo es de ideas y de dirección: pensar ideas nuevas y ponerlas en marcha, a veces escribirlas y otras llevarlas a cabo, forma parte del placer que tengo como trabajo. Ya lo sé, me confieso un privilegiado de la vida, jamás quise hacer dinero porque creo que es más difícil ser un buen escritor que ser un hombre rico. El rico lo puede ser si se entrega desde el principio de su vida amasar dinero, “riqueza”, sin ningún otro principio ni escrúpulo. Un escritor bueno puede no ser rico, incluso puede ser pobre, pero será más rico que el rico, porque normalmente el rico sabe el precio de todo y el valor de nada, mientras que el escritor sabe el valor de todo, el valor de la vida, y no le importa nada o casi nada el precio de cualquier cosa. Ya ven, este regreso me ha dado por filosofar por escrito y contar algunas de las cosas que me pasan por dentro, regocijado con mi vuelta al trabajo, a la rutina, al cotidiano vivir que nos hace tal como somos. Esa es otra: la distinción entre la rutina y el hastío. La rutina puede, al menos en un escritor, representar el éxito literario, y otros éxitos además, mientras que el hastío es la consecuencia del hartazgo, del encontronazo de los deseos con la realidad, del golpe de la realidad con nuestros propios deseos.
Ahora que es tiempo de volver, también recuerdo canciones que tienen que ver con el regreso: volver para qué, para sentir otra vez que se desboca tu ausencia…, entonces, ¿a qué volver? Tiempos y memorias de juventud que felizmente me acompañan hasta esta plenitud de mi primera vejentud, a los 87 años y un par de meses (67 y un par de meses de día y 20 exactos de noche). De modo que no me puedo quejar: ni de mi humor ni del regreso, tal vez en mi fuero interno y más callado lo estaba deseando. Soy, dicen, un culo de mal asiento. Yo respondo: la cosa no depende de mi culo, sino del asiento, que a veces no es conveniente ni saludable. Lo demás ya será un año por delante en el que hay muchas cosas que hacer y muchas escrituras literarias que escribir. El músculo, pues, ha dejado de dormir, no como en el tanto clásico. Llueve en esta tarde sobre la Sierra de Madrid. Muy suavemente. Corre un aire agradable. Huele a tierra mojada. Todo es una delicia, incluso la noche cayendo sobre nosotros, un día de agosto, casi al final del verano.

Entre libros

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Vivo entre libros. Entre bibliotecas y librerías, en ferias donde el libro es el protagonista principal y entre lecturas que me ocupan las mejores horas de mis días. Los libros son mis amigos predilectos, objetos sacrales que soportan que el tiempo pase por encima de ellos sin que les ocurra nada. El libro es un resistentes a todas las guerras,, fuegos, catástrofes y terremotos que se hayan dado en nuestro mundo, y sin embargo se mueve. Sigue adelante, llenándonos de satisfacciones. Ese olor de la tinta y el papel recién salido de la imprenta es mejor que el mejor caviar. La sensación de ser dueño de un libro es la de un propietario orgulloso de sus bienes y la de un lector que acaricia todos los días que puede el libro de su alma como si fuera el amor de su vida, que a lo mejor lo es. Alonso Quijano se volvió loco por leer libros de caballerías, pero ese era su verdadero estado de lucidez. Una vez que recuperó la llamada cordura común se vino abajo, se aburrió y se murió para siempre para vivir para siempre en el libro más excelente que se haya escrito jamás en nuestra lengua española (o castellana, como dicen tantos).
Hasta ayer estuve en la FIL de Panamá, que crece como el país. Estuve toda la semana entre libros amigos y entre amigos que presentaban y acariciaban y compraban libros: una fiesta inolvidable. A unos amigos escritores les he contado esta semana de fiesta literaria y editorial algunos episodios que me han sucedido a mí y a otros escritores en ferias de libros, presentaciones y conferencias. Un día, en Oviedo, Asturias, presenté un libro con un solo oyente que me exigió que se lo presentara a él solo puesto que no vino nadie más. Le conté mi experiencia para escribir la novela y el me contó la suya. Me dijo que estaba a punto de casarse y que estaba haciendo con su novia el itinerario de su luna de miel. Pero una tarde, llegó su novia con la novela en la mano y le dijo que ya había itinerario: que iban a ir directa y solamente a Sicilia, que es donde se desarrollaba la novela. De modo que se casaron e hicieron el vieja e la isla. La recorrieron de cabo a punta siguiendo, esta vez sí, el itinerario que marcaba la novela. Supe que aquella maravilla era verdad porque me dijo todos los lugares donde había estado pero que no había encontrado la casa de la que yo hablo en la novela, “El barco”, en Taormina. “Esa casa no existe en la realidad”, me dijo. “Pero existe en la novela”, le contesté. “Es verdad”, me dijo, “y es preciosa. Muchas gracias”.
Otro día, en mi tierra, Canarias, estaba yo firmando mis libros en unos grandes almacenes y apareció un tipo de unos cincuenta años con una sonrisa de oreja a oreja. Traía tres ejemplares de la misma novela para que se los firmara. “¿Los tres de la misma?”, le pregunté. “Sí, señor, le voy a explicar”, me aclaró. “El primero es para mi mujer, que no sabe que me voy a separar de ella dentro de unos días. Quiero hacerle al menos un regalo que le guste para no agriar tanto el asunto. A usted le tiene una gran admiración. El segundo ejemplar es para mi novia actual, que no sabe que le voy a pedir matrimonio dentro de unos días. Y, claro, no voy a regalarme algo a quien va a dejar de ser mi mujer y no regalárselo también a mi novia, ¿no le parece? El tercero es para mi madre, que lo oye a usted por la radio y lo ve por la televisión y le gustan muchas cosas de las que usted dice”.
En fin, cosas que pasan entre libros queridos. Al gran Juan Marsé, amigo querido, le ocurrió un suceso fantástico, que lo hizo desistir de firmar más libros en público en toda su vida. Estaba en una gran superficie, en unos grandes almacenes, firmando sus libros y en un momento determinado se quedó solo. Entonces se acercó una señora y le preguntó qué cuanto costaba. Marsé se ofendió, aunque creyó que se estaba refiriendo a sus libros. “Señora, yo no sé cuanto cuestan mis libros. Yo solo los escribo”, dijo el novelista. La señora se le quedó mirando, un tanto sorprendida. “¡Ah, no!”, le dijo en tono exclamativo. “Yo no me estoy refiriendo a sus libros, yo no leo libros, no me interesa la gente que escribe. Yo me refiero a cuánto vale la mesa”, le explicó. ¡Ah, los libros, mis amigos! Entre libros se vive muy bien cuando la vocación del escritor está después que la de ser lector. Y yo, mientras pasan los años, leo, cada vez me interesan más los libros y nada las mesas en las que firman sus libros los escritores.

¿Por qué Panamá?

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Desde el año 1985, viajo a Panamá cada vez con más frecuencia. Repito por doquiera me preguntan que siempre viejo por razones literarias, y en este caso de Panamá no deja de ser verdad el asunto, sólo que en Panamá no me encuentro como en casa, sino en mi propia casa. Y eso, milagrosamente, sucedió desde el principio: decenas de amigos, que ahora lo son de verdad, constatados por el tiempo y la lealtad, me esperan desde que llego hasta que me vuelvo a mi casa de Madrid. Me agasajan, me invitan, mi miman. Me traen de aquí para allá, me festejan y me leen, lo que es mucho de agradecer. No sé si en estas latitudes istmeñas tengo algún enemigo, pero si de verdad lo tengo no lo he encontrado y digo yo que debe estar muy escondido. Soy bastante paranoico y siempre voy vestido de teniente general de la Revolución Francesa, dispuesto a defenderme de cuantas alimañas me asaltan por el camino. En todo caso allá ellos. Son tantos los amigos que tengo en Panamá, hermosísimo país, que ya me defienden ellos y cuando yo llego no encuentro más que un paseo militar aclamado por mis amigos a uno y otro lado del camino.
Encima, la semana pasada, me eligieron por unanimidad, según me han contado desde dentro, miembro académico correspondiente de la Real Academia de la Lengua Española de la República de Panamá. Mi siguiente paso es pedir oficialmente la nacionalidad panameña, para ya sentirme documentalmente panameño, porque de corazón lo siento desde hace bastante rato. Con lentitud y certeza escribo mi novela “Boulevard Balboa”, que tiene su centro de ficción y realidad en Panamá, en tres tiempos distintos como ya he contado en muchas ocasiones, desde la construcción del Canal, una maravilla de ingeniería humana, hasta la actualidad, en la que el país goza de una situación económica sorprendente. Ojalá dure y ojalá las élites económicas y políticas se den cuenta de que tienen una ocasión histórica y única para hacer una país ideal. Para ese gran proyecto tienen que hacer un esfuerzo del que no sé si serán capaces: dejar de un lado la egoísta ansiedad del dinero de la clase dirigente e invertir de verdad en el desarrollo social, económica y cultural del país. ¿Y en qué invertir en Panamá? En tres cosas: en educación, en educación y en educación. Así, en dos generaciones Panamá sería un país ejemplar en el mundo, pequeño en extensión, pero grande de corazón, humanidad e ideas. Lo digo porque ahora Panamá, con el viento en popa, no es una país sino tres: los que viven arriba, que viven divinamente, los que viven abajo a los que no les llega nada de los de arriba y malviven en trabajos casi esclavizadores y los indios, que son medio millón (de una población de tres millones de personas) y que no sé sabe incluso si viven o simplemente sobreviven en la escasez y la miseria.
Tengo para mí que la bonanza económica que vive Panamá durará todavía años, si se saben hacer bien las cosas y las ganas lujuriosas de ser desmesuradamente ricos no ciega los ojos de los que ya son ricos o pudientes. Hay por ahí, y por aquí, mucho patriota que a la hora de la verdad lo que quiere es “cogerse” la patria como propiedad privada, aunque el país siga en el subdesarrollo. Po eso, y porque estoy cansado de verlos en todos lados, no creo en los patriotas ni en los nacionalistas. Pero creo y amo con pasión este país en el que ahora estoy de nuevo por unos días y en el que celebro la vida como un estado de ánimo perpetuo. Duele, sin embargo, y me duele como ciudadano del mundo que siente sus privilegios cotidianos, ver la pobreza y la miseria de gente que no se lo merece. Duele ver las injusticias sociales, las diferencias de clase económica y otras muchas cosas que, no obstante, no empañan mi cariño por el país, sino que lo acrecientan. Hace un par de días llegamos a la Ciudad de Panamá y nos fuimos a la Calzada de Amador a comernos unos centollos de las islas de San Blas. Centollos inolvidables y panameños. No hay mejor entrada en este país que un centollo con dos o tres botellas de cerveza Balboa bien frías. El cielo, pues. Mañana hablaré en la Universidad de literatura, de la escritura literaria y de mis formas y maneras de escribir. Será una nueva ocasión para encontrarme cada a cara con los estudiantes panameños, los mismos que seguramente tendrán que seguir levantando el país para que Panamá llegue a ser lo que soñamos aquellos que de verdad amamos hasta le final del alma este país.